“Avisaré al Sr. Palacio”, dijo, “él le mostrará lo que puede hacer”.

“Avisaré al Sr. Palacio”, dijo, “él le mostrará lo que puede hacer”.

El oto­ño de 1951 la empre­sa espa­ño­la ENA­SA (Empre­sa Nacio­nal de Auto­ca­mio­nes Socie­dad Anó­ni­ma) había crea­do algo gran­de y había que ense­ñár­se­lo al mun­do: el Z‑102, una máqui­na con el que la indus­tria espa­ño­la asom­bró al sec­tor del auto­mó­vil.

El coche tuvo su pre­sen­ta­ción ofi­cial en Bar­ce­lo­na en sep­tiem­bre de 1951, un mes des­pués, hacia su debut inter­na­cio­nal en el Salón de París, cau­ti­van­do lite­ral­men­te al públi­co de medio mun­do. Des­pués le tocó el turno a Madrid, con pre­sen­ta­cio­nes en El Par­do (9÷11÷51), resi­den­cia ofi­cial del Jefe del Esta­do y en la Ave­ni­da de José Anto­nio 55 (hoy Gran Vía), jun­to al Tea­tro Lope de Vega. Esta últi­ma, fue cubier­ta, entre otros, por el fotó­gra­fo Mar­tín San­tos Yube­ro (1903−1994) envia­do por el dia­rio Ya para cubrir el even­to. En la actua­li­dad, aquel repor­ta­je foto­grá­fi­co for­ma par­te del Fon­do Foto­grá­fi­co San­tos Yube­ro, del Archi­vo Regio­nal de la Comu­ni­dad de Madrid.

El even­to fue pre­si­di­do por D. Nico­lás Fran­co, her­mano del, por enton­ces, Jefe del Esta­do y la pre­sen­ta­ción corrió a car­go del pilo­to de prue­bas y carre­ras del equi­po Pega­so, D.Joaquín Pala­cio Power, quién asu­mi­ría gran par­te de la res­pon­sa­bi­li­dad de rela­cio­nes con la pren­sa duran­te los años que duró el pro­yec­to.

A par­tir de su lan­za­mien­to, el Z‑102 fue la sen­sa­ción en el Salón del Auto­mó­vil de París (Octu­bre 1952), así como en el Madi­son Squa­re Gar­den de Nue­va York (febre­ro 1953) o en el Salón del Auto­mó­vil de Turín de 1953, en el que se pre­sen­tó la exclu­si­va ver­sión Thrill pin­ta­da con los colo­res de la Falan­ge Espa­ño­la. Supues­ta­men­te, esta ver­sión fue encar­ga­da por Fran­cis­co Fran­co como rega­lo para Eva Perón. Ade­más duran­te estos años, los Pega­so par­ti­ci­pa­ron, con gran éxi­to, en con­cur­sos de ele­gan­cia como La Stres­sa o San Sebas­tian en 1954.

Eran coches muy lla­ma­ti­vos y de gran belle­za, con un toque eli­tis­ta que hizo que entre sus pro­pie­ta­rios se encon­tra­sen per­so­nas como el Sah de Per­sia (pro­pie­ta­rio del con­si­de­ra­do mejor y más bello Thrill), el Barón Thys­sen (un Saout­chik, tapi­za­do en piel de leo­par­do con acce­so­rios y tira­do­res de 24 qui­la­tes), Leó­ni­das Tru­ji­llo (Pre­si­den­te de la Repú­bli­ca Domi­ni­ca­na) o Cle­ve­rio Lopes (Pre­si­den­te de Por­tu­gal).

Medio mun­do se des­hi­zo en elo­gios hacia unos coches que, a los man­dos de Joa­quín Pala­cio Power y Cel­so Fer­nán­dez, par­ti­ci­pa­ron en carre­ras legen­da­rias, como las 24 Horas de Le Mans, don­de Juan Jover estu­vo a pun­to de per­der la vida, lo que moti­vó la reti­ra­da del equi­po; o la espec­ta­cu­lar Pan­ame­ri­ca­na que cru­za­ba Méxi­co de nor­te a sur a tra­vés de 3077 km, en la que en su cuar­ta y últi­ma edi­ción (1954) par­ti­ci­pó el Pega­so pro­pie­dad de Rafael Leó­ni­das Tru­ji­llo, Pre­si­den­te de la Repú­bli­ca Domi­ni­ca­na, pilo­ta­do por Joa­quín Pala­cio.

Don­de el Pega­so pro­ta­go­ni­zó epi­so­dios úni­cos fue en los récords de velo­ci­dad, como el inten­to de récord de la hora lan­za­da que afron­tó el sor­pren­den­te Pega­so Bisi­lu­ro, “un avión sin alas”, y que final­men­te no pudo batir; algo que sí hizo el mode­lo Spi­der Tou­ring de serie algún tiem­po des­pués. En 1953 se batie­ron diver­sas mar­cas en kiló­me­tro lan­za­do, milla lan­za­da, kiló­me­tro para­do y milla para­da. En ace­le­ra­ción y velo­ci­dad pun­ta los Pega­so V‑8 no tenían rival.

Pero el ver­da­de­ro logro de este coche no se pro­du­jo en las carre­te­ras ni en los cir­cui­tos, sino en la per­cep­ción de las per­so­nas de medio mun­do sobre Espa­ña como nación y sobre la capa­ci­dad de su  indus­tria. Los Pega­so Z‑102 y Z‑103 no se crea­ron con un fin comer­cial, sino como el mejor esca­pa­ra­te para el lan­za­mien­to inter­na­cio­nal de la mar­ca fabri­can­te de camio­nes Pega­so.

Y gran par­te del éxi­to de la estra­te­gia de comu­ni­ca­ción de la com­pa­ñía, des­can­só sobre sus por­ta­vo­ces, autén­ti­cos pro­fe­sio­na­les del mun­do del motor que fue­ron capa­ces de trans­mi­tir toda la magia de estos vehícu­los. Bue­na prue­ba de ello es la rese­ña rea­li­za­da por el escri­tor y perio­dis­ta nor­te­ame­ri­cano Ralph Stein en su libro “The World of Auto­mo­bi­le”:

“Pega­so: el auto­mó­vil sport espa­ñol.

Ten­go ante mi el libro de ins­truc­cio­nes del Pega­so Z‑102, encua­der­na­do en piel roja, estam­pa­do en oro, con un estu­che de papel ente­la­do dora­do y deco­ra­do en acua­re­la, que debe ser el más lujo­so de los libros des­ti­na­dos a reci­bir las gra­sien­tas hue­llas de los dedos de los mecá­ni­cos. Sos­pe­cho que este libro me lo rega­la­ron como una espe­cie de pre­mio, por haber sobre­vi­vi­do a la expe­rien­cia de una demos­tra­ción rea­li­za­da por el pro­ba­dor de fábri­ca y corre­dor, Sr. Pala­cio.

En 1953, un dis­tri­bui­dor de auto­mó­vi­les de Long Island tuvo la idea de que podía ven­der el astro­nó­mi­ca­men­te caro, enor­me­men­te com­ple­jo, pero mara­vi­llo­sa­men­te cons­trui­do, coche de sport Pega­so. Tras impor­tar media doce­na de estas exó­ti­cas máqui­nas, mon­tó un extra­ño esta­ble­ci­mien­to para su ven­ta. Un zala­me­ro jefe de ven­tas de habla espa­ño­la diri­gía un equi­po de jóve­nes muje­res. Estas seño­ri­tas lige­ras de ropa y maqui­lla­das como coris­tas for­ma­ban el equi­po de ven­de­do­ras.

Una de ellas me sacó para una prue­ba en un coupé, sugi­rien­do que yo toma­ra el volan­te. Al prin­ci­pio con­du­je con pre­ven­ción, pare­cía muy lige­ro y brus­co, pero al cabo de unas millas empe­cé a diver­tir­me. La direc­ción era rápi­da y pre­ci­sa. El cam­bio de cin­co velo­ci­da­des, aun­que des­pro­vis­to de sin­cro­ni­za­ción, res­pon­día mara­vi­llo­sa­men­te a un mane­jo deci­di­do. El motor subía de régi­men nada más tocar el ace­le­ra­dor, hacien­do los rui­dos jus­tos, si aca­so dema­sia­dos para un coche cerra­do.

De algu­na mane­ra era un deli­cio­so ana­cro­nis­mo, se pare­cía más al duro auto­mó­vil de com­pe­ti­ción de los años vein­te o trein­ta que a las sua­ves máqui­nas a las que esta­mos acos­tum­bra­dos en 1953. Lo úni­co que me preo­cu­pa­ba eran los fre­nos. Debi­do a la clá­si­ca prác­ti­ca depor­ti­va de uti­li­zar fero­dos de gran dure­za para eli­mi­nar el fallo de los fre­nos, nada pare­cía suce­der en ese depar­ta­men­to a menos que se apli­ca­ra una for­tí­si­ma pre­sión.

Tuve la impre­sión de que la seño­ri­ta demos­tra­do­ra sen­tía que yo no había pro­ba­do a fon­do las posi­bi­li­da­des del Pega­so. “Avi­sa­ré al Sr. Pala­cio”, dijo, “él le mos­tra­rá lo que pue­de hacer”.

Y en ver­dad lo hizo. El buen señor no habla­ba inglés ni yo espa­ñol. Tras sacar el coche chi­rrian­do los neu­má­ti­cos del apar­ca­mien­to de la agen­cia y tomar una estre­cha carre­te­ra rural, seña­ló la palan­ca del cam­bio y me demos­tró que podía meter todas las velo­ci­da­des lar­gas y cor­tas sin poner el pie en el embra­gue. Lue­go mar­chan­do en 3ª a unos 130 km/h. dio un gol­pe de volan­te y metió las rue­das de la dere­cha en la cune­ta. De otro volan­ta­zo y rien­do a car­ca­ja­das salió de la cune­ta, toda­vía a unas 6.000 rpm y en 3ª. Movien­do la cabe­za y son­rien­do de satis­fac­ción se diri­gió a mi en espa­ñol. Pen­sé que esta­ba demos­tran­do la sober­bia esta­bi­li­dad del Pega­so. Mar­cha­ba por medio del trá­fi­co sub­ur­bano a unos 160 km/h. Des­pués empe­zó a demos­trar su capa­ci­dad de vira­da. El coche toma­ba las cur­vas mucho mejor de lo que lo hacían mis ner­vios.

Y lle­ga­mos al “tiro de gra­cia”. Rápi­da­men­te nos apro­xi­má­ba­mos a un cru­ce en “Y” delan­te del cual había bas­tan­te are­na sobre la carre­te­ra. Pala­cio tiró del freno de mano, giró el volan­te y puso el coche de tra­vés, sobre la are­na. En el ins­tan­te en que la tra­se­ra apun­ta­ba a uno de los rama­les de la “Y” Pala­cio metió la mar­cha atrás retro­ce­dien­do por la carre­te­ra duran­te un tre­cho, lue­go paró, metió la 1ª y salió dis­pa­ra­do. Des­pués me ente­ré que este espec­ta­cu­lar modo de cam­biar de direc­ción for­ma­ba par­te del reper­to­rio de Pala­cio. El demo­nio sabía que había are­na y había prac­ti­ca­do sin duda esta manio­bra.

Yo, me gané el libro de ins­truc­cio­nes de lujo.”
Por Ralph Stein

El año 1957 fina­li­zó esta mara­vi­llo­sa locu­ra y los Pega­si­nes, como se los deno­mi­na­ba cari­ño­sa­men­te, entra­ron en la leyen­da.

A. Rodrí­guez
Redac­tor