El Derby de Kentuky es decadente y depravado

El Derby de Kentuky es decadente y depravado

Escri­to por Hun­ter S. Thom­pson, ilustra­do por Ralph Stead­man y publi­ca­do ori­gi­nal­men­te en Scan­la­n’s Monthly, vol. 1, no. 4, en junio de 1970.

Me bajé del avión cer­ca de la media­no­che y nadie me diri­gió la pala­bra mien­tras cru­za­ba el oscu­ro corre­dor hacia la Ter­mi­nal. El aire era den­so y calien­te, como cuan­do estás en una sau­na. Den­tro, la gen­te se abra­za­ba y se daba la mano… gran­des son­ri­sas y gri­tos, aquí y allá: “¡Por Dios! ¡vie­jo bas­tar­do! ¡Un gus­to ver­te, hijo! ¡Te ves muy bien… y lo digo en serio!”.

En el salón con aire acon­di­cio­na­do, cono­cí a un hombre de Hous­ton que dijo que su nom­bre era algo que no enten­dí -“pero llá­ma­me Jim­bo”- y que esta­ba aquí para pasar­lo bien. “¡Estoy lis­to para cual­quier cosa, por Dios!”. Para lo que sea. ¿Qué estás bebien­do?”. Yo había pedi­do un Mar­ga­ri­ta con hie­lo, pero él no que­ría oír hablar de eso: “No, no, ¿qué tipo de tra­go es ése para el Derby de Ken­tucky? ¿Qué te suce­de, mucha­cho?” Son­rió y le hizo un gui­ño al encar­ga­do del bar. “Mal­di­ta sea, vamos a edu­car a este mucha­cho. Tráe­le un poco de buen whisky”.

Me enco­gí de hom­bros. “De acuer­do, un Old Fitz doble con hie­lo”. Jim­bo asin­tió con la cabe­za.

“Mira”. Me cogió del bra­zo para ase­gu­rar­se de que le pres­ta­ba aten­ción. “Yo conoz­co a la gen­te del Derby, ven­go aquí todos los año, y déja­me decir­te una cosa que he apren­di­do, esta no es una ciu­dad en que pue­das dar la impre­sión a la gen­te de que eres un mari­ca. Mier­da, en un momen­to se te echa­rían enci­ma, te gol­pea­rían en la cabe­za y te arre­ba­ta­rían has­ta el últi­mo cen­ta­vo que tuvie­ses en los bol­si­llos”.

Se lo agra­de­cí y metí un Marl­bo­ro en mi boqui­lla. “Ey”, dijo, “tú pare­ces estar en el nego­cio de los caba­llos… ¿estoy en lo cier­to?”

No”, le dije, “Soy fotó­gra­fo”.

“Ah, ¿si?”. Miró mi gas­ta­do bol­so de cue­ro con inte­rés. “¿Es eso lo que lle­vas ahí? ¿cáma­ras? ¿Para quién tra­ba­jas?”

“Play­boy”, le dije.

Se rió. “¡Bien, mal­di­ta sea! De qué vas a tomar fotos aquí, ¿de caba­llos des­nu­dos? Ja!. Supon­go que ten­drás que tra­ba­jar bien duro cuan­do corran el Ken­tucky Oaks. Esa carre­ra es sólo para yeguas. “Se reía a car­ca­ja­das“ ¡Cla­ro que sí! ¡Y esta­rán todas des­nu­das!”

Vol­ví mi cabe­za sin decir nada; sólo le obser­vé un segun­do, tra­tan­do de pare­cer preo­cu­pa­do. “Habrá pro­ble­mas”, dije. “Mi tra­ba­jo es tomar fotos de los dis­tur­bios”.

“¿Qué dis­tur­bios?”

Dudé, hacien­do girar el hie­lo en mi vaso. “En la pis­ta. El día del Derby. Los Pan­te­ras Negras”. Le miré de nue­vo. “¿No lees los perió­di­cos?”

La son­ri­sa de su ros­tro se des­va­ne­ció. “¿De qué mier­da estás hablan­do?”

Bueno… qui­zás no debe­ría decír­te­lo… Me enco­gí de hom­bros. “Pero que demo­nios, todo el mun­do pare­ce estar al tan­to. La poli­cía y la Guar­dia Nacio­nal se lle­van pre­pa­ran­do des­de hace seis sema­nas. Hay 20.000 sol­da­dos en aler­ta en Fort Knox. Nos han adver­ti­do ‑a la pren­sa y a los fotó­gra­fos- que use­mos cas­cos y ropas espe­cia­les, por ejem­plo cha­le­cos anti­ba­las. Nos dije­ron que espe­ra­ban tiro­teos…”

¡No!”, gimió; sus manos se agi­ta­ron y que­da­ron sus­pen­di­das por un momen­to entre noso­tros, como si tra­ta­ran de evi­tar lo que había escu­cha­do. Des­pués gol­peó su puño con­tra la barra del bar. “¡Esos hijos de puta! ¡Dios todo­po­de­ro­so! ¡El Derby de Ken­tucky!”. Movía su cabe­za deses­pe­ra­da­men­te. “¡No! ¡Jesús! ¡Es dema­sia­do horri­ble como para creer­lo!” Aho­ra pare­cía estar hun­dién­do­se en el tabu­re­te, y cuan­do me vol­ví a mirar, sus ojos esta­ban llo­ro­sos. “¿Por qué? ¿Por qué aquí? ¿Ya no res­pe­tan nada?”

Me enco­gí de hom­bros una vez más. “No sólo son los Pan­te­ras. El FBI dice que auto­bu­ses, lle­nos de blan­cos des­qui­cia­dos, han veni­do de todo el país para mez­clar­se con la mul­ti­tud y ata­car al mis­mo tiem­po des­de todas las direc­cio­nes. Ves­ti­rán de for­ma nor­mal, como cual­quier per­so­na. Ya sabes, abri­gos y cor­ba­tas y todo eso. Pero cuan­do los pro­ble­mas comien­cen… Bueno, por eso es que la poli­cía está tan preo­cu­pa­da”.

Se sen­tó por un ins­tan­te, miran­do alre­de­dor con des­con­cier­to, sin ser capaz toda­vía de dige­rir todas esas terri­bles noti­cias. Enton­ces cla­mó: “¡Oh…Jesús! ¿Qué está pasan­do en este país, en el nom­bre de Dios? ¿Dón­de pue­de uno man­te­ner­se lejos de esa gen­te?”

No aquí” le dije, toman­do mi bol­so. “Gra­cias por el trago…y bue­na suer­te”.

Me aga­rró del bra­zo, urgién­do­me a que me toma­ra otro tra­go, pero le dije que iba con retra­so, pues debía lle­gar al Club de Pren­sa y pre­pa­rar­me para el terri­ble espec­tácu­lo. En un kios­co del aero­puer­to tomé un Courier Jour­nal y revi­sé los titu­la­res: “Nixon envía sol­da­dos a Cam­bo­ya para derro­tar a los rojos…”. “Bom­bar­deo de los B‑52, 20.000 sol­da­dos avan­zan 30 kiló­me­tros…” “4.000 sol­da­dos del Ejér­ci­to des­ple­ga­dos cer­ca de Yale, mien­tras cre­ce la ten­sión por pró­xi­ma pro­tes­ta de los Pan­te­ras”. Al final de la pági­na había una foto de Dia­ne Crump, a pun­to de con­ver­tir­se en la pri­me­ra mujer en par­ti­ci­par como jine­te en el Derby de Ken­tucky. El fotó­gra­fo la había retra­ta­do “de pie en los esta­blos, aca­ri­cian­do a su mon­tu­ra, Fathom”. El res­to del dia­rio esta­ba sal­pi­ca­do de horri­bles noti­cias sobre la gue­rra e his­to­rias de los “dis­tur­bios estu­dian­ti­les”. No había nin­gu­na men­ción acer­ca de los pro­ble­mas que se ave­ci­na­ban en una uni­ver­si­dad de Ohio, lla­ma­da Ken Sta­te.

Me diri­gí al mos­tra­dor de Hertz para reco­ger mi coche, pero el liber­tino “cara páli­da” al car­go, dijo que no les que­da­ba nin­guno. “Ya no pue­des alqui­lar uno en nin­gu­na par­te”, me ase­gu­ró. “Nues­tras reser­vas para el Derby se cerra­ron hace seis sema­nas”. Le expli­qué que mi agen­te había con­fir­ma­do un Chrys­ler blan­co des­ca­po­ta­ble para mí esa mis­ma tar­de, pero él negó con la cabe­za. “Qui­zás ten­ga­mos una can­ce­la­ción. ¿Dón­de se hos­pe­da?”

Me enco­gí de hom­bros. “¿Dón­de se hos­pe­dan las per­so­nas de Tejas? Quie­ro estar con mi gen­te”.

Sus­pi­ró. “Ami­go, tie­nes pro­ble­mas. La ciu­dad está total­men­te reple­ta. Siem­pre es así duran­te el Derby”.

Me acer­qué a él, susu­rrán­do­le: “Mira, yo tra­ba­jo en Play­boy. ¿Te inte­re­sa­ría un empleo?”

”Retro­ce­dió rápi­da­men­te. “¿Qué? Ven­ga ya, no bro­mees. ¿Qué tipo de tra­ba­jo?”

Olví­da­lo”, le dije. “Aca­bas de per­der tu opor­tu­ni­dad”. Arras­tré mi bol­so por el mos­tra­dor y me fui a bus­car un taxi. El bol­so es una pro­pie­dad valio­sa en este tipo de tra­ba­jo; el mío tie­ne muchas eti­que­tas: San Fran­cis­co, New York, Lima, Roma, Bang­kok, ese tipo de cosas y la más impor­tan­te de todas, una plas­ti­fi­ca­da, casi ofi­cial, que dice: “Fotó­gra­fo, Rev. Play­boy”. Se lo com­pré a un chu­lo en Vail, Colo­ra­do, que me dijo como tenía que usar­lo. “Nun­ca men­cio­nes Play­boy has­ta que estés total­men­te segu­ro que han vis­to la eti­que­ta”, me dijo. “Enton­ces, cuan­do veas que ya se han dado cuen­ta, es el momen­to de ata­car. Siem­pre se lo tra­gan. Esta cosa es mági­ca, te lo digo. Pura magia”.

Bueno… tal vez. Había resul­ta­do con el pobre dia­blo del bar, y aho­ra mien­tras el taxi ama­ri­llo zum­ba­ba camino hacia la ciu­dad, me sen­tí un poco cul­pa­ble de lle­nar los sesos del aquel incau­to con esas mal­va­das fan­ta­sías. ¿Pero qué dia­blos? Cual­quie­ra que vaya por el mun­do dicien­do, “El infierno cla­ro que sí, yo soy de Tejas”, se mere­ce cual­quier cosa que le suce­da. Y él, des­pués de todo, había veni­do a poner­se una vez más en evi­den­cia, con mane­ras tras­no­cha­das en medio de una asfi­xian­te y atá­vi­ca locu­ra, sin nin­gún otro fun­da­men­to que una “tra­di­ción” que man­te­ner. Al prin­ci­pio de nues­tra con­ver­sa­ción, Jim­bo me había dicho que no se había per­di­do un Derby, des­de 1954. “Mi peque­ña dama no ven­drá de todas for­mas”, dijo. “Apre­tó los dien­tes y, esta vez, me dejó libre. ¡Y cuan­do yo digo libre quie­ro decir libre! ¡Me he ido gas­tan­do bille­tes de diez dóla­res por ahí, como si tal cosa! Caba­llos, whisky, muje­res… mier­da, hay muje­res en esta ciu­dad que harían de todo por dine­ro”.

¿Por qué no? El dine­ro es una bue­na cosa a tener en estos tiem­pos per­ver­sos. El pro­pio Richard Nixon lo nece­si­ta. Unos pocos días antes del Derby había decla­ra­do, “si yo tuvie­ra dine­ro, lo inver­ti­ría en la Bol­sa de Valo­res”, mien­tras ésta, con­ti­nua­ba con su terri­ble caí­da.

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El día siguien­te fue ago­ta­dor. Con sólo trein­ta horas antes de la carre­ra, no tenía cre­den­cia­les de pren­sa y, de acuer­do al edi­tor de depor­tes del Courier-Jour­nal de Louis­vi­lle, nin­gu­na espe­ran­za de con­se­guir­me una. Peor aún, yo nece­si­ta­ba dos: una para mí y otra para Ralph Stead­man, el dibu­jan­te inglés que habían man­da­do des­de Lon­dres para rea­li­zar algu­nos dibu­jos del Derby. Todo cuan­to sabía de él, era que esta era su pri­me­ra visi­ta a los Esta­dos Uni­dos. Y cuan­to más pen­sa­ba sobre este hecho, más mie­do me daba. ¿Cómo sobre­lle­va­ría el terri­ble cho­que cul­tu­ral que sig­ni­fi­ca ser saca­do de Lon­dres para ser arro­ja­do en medio de la tur­ba embru­te­ci­da por el alcohol del Derby de Ken­tucky? No había for­ma de saber­lo. Afor­tu­na­da­men­te, lle­ga­ría al menos un día o más antes, y ten­dría tiem­po de acli­ma­tar­se. Qui­zás con unas pocas horas de pací­fi­co excur­sio­nis­mo por la región de Blue­grass, cer­ca de Lexing­ton. Mi plan era reco­ger­lo en el aero­puer­to, en el enor­me Pon­tiac Ball­bus­ter que había alqui­la­do a un ven­de­dor de autos usa­dos lla­ma­do Coro­nel Quick, para lue­go lle­var­lo a algún tran­qui­lo entorno que le recor­da­ra Ingla­te­rra.

El Coro­nel Quick había resuel­to el pro­ble­ma del auto, y el dine­ro (por cua­tro veces el pre­cio nor­mal) me había con­se­gui­do dos habi­ta­cio­nes en una rato­ne­ra en los subur­bios de la ciu­dad. La úni­ca tarea pen­dien­te a resol­ver era con­ven­cer a los peces gor­dos de Chur­chill Downs de que el Scanlan’s era una revis­ta depor­ti­va de tal pres­ti­gio, que su sen­ti­do común les obli­ga­ra a faci­li­tar­nos dos pases de pren­sa de los mejo­res que tuvie­sen. Esto no fue fácil de lograr. Mi pri­me­ra lla­ma­da a la ofi­ci­na de pren­sa había resul­ta­do un fra­ca­so total. El encar­ga­do de pren­sa no daba cré­di­to a la idea de que hubie­ra alguien tan estú­pi­do, como para soli­ci­tar pases de pren­sa dos días antes del Derby. “Mier­da, no pue­de estar hablan­do en serio”, dijo. “El pla­zo se cerró hace dos meses. El pal­co de pren­sa está lleno; no hay más sitios… y, de todos modos, ¿qué dia­blos es el Scanlan´s Monthly?”

Lan­cé una sono­ra que­ja. “¿No te lla­mó la ofi­ci­na de Lon­dres? Han envia­do un artis­ta para hacer los dibu­jos. Stead­man. Es irlan­dés, creo. Muy famo­so allí. Sí. Aca­bo de reci­bir­le des­de la Cos­ta. La ofi­ci­na de San Fran­cis­co me dijo que todos tenía­mos pase”.

Pare­cía intere­sa­do, inclu­so sim­pá­ti­co, pero no había nada que pudie­ra hacer. Le estu­ve adu­lan­do con más pala­bre­ría y, final­men­te, me pro­pu­so un tra­to: nos entre­ga­ría dos pases para entrar a los jar­di­nes del Club, pero el Club mis­mo y espe­cial­men­te el pal­co de pren­sa esta­ban prohi­bi­dos.

Eso no sue­na bien” le dije. “Es inacep­ta­ble. Tene­mos que tener acce­so a todo. Todo. El espec­tácu­lo, la gen­te, la pom­pa y, des­de lue­go, la carre­ra. ¿No cree­rás que hemos veni­do has­ta aquí para ver la mal­di­ta carre­ra por la tele­vi­sión, no? Entra­ría­mos de un modo u otro. Qui­zás sobor­nan­do a un guar­dia o tal vez lan­zan­do gas lacri­mó­geno sobre alguien” (había con­se­gui­do una spray de Mace en una dro­gue­ría del cen­tro por $5.98 y de repen­te, en medio de la con­ver­sa­ción tele­fó­ni­ca, se me había cru­za­do la espan­to­sa idea de usar­lo en la pis­ta. Rociar a los por­te­ros que cui­da­ban las angos­tas puer­tas del sitio sagra­do, lue­go entrar rápi­da­men­te al inte­rior, rocian­do una gran can­ti­dad en el salón del gober­na­dor, jus­to antes que la carre­ra comen­za­ra. O rociar a los des­va­li­dos borra­chos en los lava­bos del Club, por su pro­pio bien…)

Hacia el medio­día del vier­nes toda­vía no tenia pases de pren­sa y aún no había podi­do loca­li­zar a Stead­man. Tal vez había cam­bia­do de idea y se había vuel­to a Lon­dres. Final­men­te, des­pués de dar­me por ven­ci­do con Stead­man y haber inten­ta­do sin éxi­to con­ven­cer a mi con­tac­to de la ofi­ci­na de pren­sa, deci­dí que la úni­ca espe­ran­za de obte­ner los pases era ir a la pis­ta y enfren­tar­me a él en per­so­na, sin avi­sar, pidién­do­le esta vez sólo un pase, en vez de dos, y hablan­do muy rápi­do y con un extra­ño tono en mi voz, como un hom­bre que está a pun­to de esta­llar y tra­ta de con­tro­lar­se. De camino, pasé por el mos­tra­dor del motel para cobrar un che­que. Enton­ces tuve una ins­pi­ra­ción, y pre­gun­té si por un casual se había regis­tra­do allí un tal señor Stead­man.

La recep­cio­nis­ta tenía alre­de­dor de cin­cuen­ta años y un aspec­to pecu­liar; cuan­do men­cio­né a Stead­man asin­tió, sin apar­tar la vis­ta de lo que quie­ra que estu­vie­se escri­bien­do, dijo con voz baja, “Podría apos­tar a que sí”. Enton­ces me rega­ló una gran son­ri­sa. “Si, des­de lue­go. El señor Stead­man aca­ba de irse al hipó­dro­mo. ¿Es ami­go suyo?”

Sacu­dí la cabe­za. “Se supo­ne que estoy tra­ba­jan­do con él, pero ni siquie­ra sé que pin­ta tie­ne. Mal­di­ta sea , aho­ra ten­dré que encon­trar­lo entre la mul­ti­tud”.

Ella se rió entre dien­tes. “Usted no ten­drá nin­gún pro­ble­ma para encon­trar­lo. Podría reco­no­cer a ese hom­bre en medio de cual­quier gen­tío”

¿Por qué?” pre­gun­té. “¿Qué le pasa? ¿Qué aspec­to tie­ne?”

Bueno..”. dijo, toda­vía son­rien­do, “es la per­so­na más diver­ti­da que he vis­to en mucho tiem­po. Tie­ne esa…ah…ese bul­to por toda la cara. De hecho por toda su cabe­za”. Asintió.“Usted lo reco­no­ce­rá en cuan­to le vea; no se preo­cu­pe por eso”.

Dios San­to, pen­sé. Eso jodía lo de los pases de pren­sa. Tuve la visión de un cre­tino estre­me­ce­dor, todo cubier­to de pelo y verru­gas pre­sen­tán­do­se en la ofi­ci­na de pren­sa y pidien­do los pases del Scanlan’s. Bueno, ¿qué dia­blos? Siem­pre podría­mos colar­nos con el áci­do y pasar todo el día vagan­do por los jar­di­nes del Club gara­ba­tean­do algu­nos bos­que­jos, rién­do­nos his­té­ri­ca­men­te de los nati­vos y bebien­do jule­pes de men­ta, para que los poli­cías no nos toma­sen por unos anor­ma­les. Inclu­so podría­mos cobrar; ins­ta­la­ría­mos un caba­lle­te con un gran car­tel que dije­ra: “Artis­ta extran­je­ro hace retra­tos, $10 dóla­res cada uno. Hága­se uno, ¡AHO­RA!”

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Tomé la auto­pis­ta rum­bo al hipó­dro­mo, con­du­cien­do a toda velo­ci­dad y hacien­do pasar el gigan­tes­co vehícu­lo de un carril a otro, con una cer­ve­za en una mano y la men­te tan con­fu­sa que estu­ve a pun­to de cho­car con un Volks­wa­gen lleno de mon­jas, cuan­do giré para tomar la sali­da de la dere­cha. Toda­vía exis­tía una remo­ta posi­bi­li­dad, pen­sa­ba, de atra­par al mons­truo­so bri­tá­ni­co antes que se regis­tra­ra.

Pero Stead­man ya esta­ba en la sala de pren­sa cuan­do lle­gué, era un joven inglés de bar­ba que usa­ba un abri­go de lana y ante­ojos de la RAF. No había nada de extra­ño en él. Nin­gu­na vena facial, o hue­llas de verru­gas con pelos. Le men­cio­né la des­crip­ción que me hizo la mujer y se que­dó con­fu­so. “No te preo­cu­pes por eso”, le dije. “Sólo ten en men­te duran­te los pró­xi­mos días que esta­mos en Louis­vi­lle, Ken­tucky, no en Lon­dres. Ni siquie­ra en New York. Este es un lugar extra­ño. Tie­nes suer­te de que esa enfer­ma del motel no saca­ra una pis­to­la de la caja regis­tra­do­ra y te vola­ra los sesos”. Me reí, pero él pare­cía preo­cu­pa­do.

Sólo fin­ge que has veni­do de visi­ta a este hos­pi­tal psi­quiá­tri­co”, le dije. “Si los inter­nos pier­den el con­trol, les redu­ci­re­mos con Mace”. Le ense­ñé la lata de “Che­mi­cal Billy”, resis­tien­do la ten­ta­ción de dis­pa­rar a tra­vés de la habi­ta­ción hacia un hom­bre con cara de rata que teclea­ba dili­gen­te­men­te en la sec­ción de Aso­cia­dos de Pren­sa. Está­ba­mos de pié en el bar, sabo­rean­do el Esco­cés de los direc­ti­vos y feli­ci­tán­do­nos por nues­tra repen­ti­na e inex­pli­ca­ble suer­te de reci­bir dos pases de pren­sa de los mejo­res. La mujer de la ofi­ci­na de pren­sa había sido muy ama­ble con él, dijo. “Tan solo dije mi nom­bre y ella se ocu­pó de todo”.

A media tar­de lo tenía­mos todo bajo con­trol. Tenía­mos asien­tos en la mis­ma línea de lle­ga­da, tele­vi­sión en color, barra libre en la sala de pren­sa y una serie de pases que nos daba entra­da a cual­quier lugar, des­de las cabi­nas de repor­te­ros has­ta la zona de joc­keys. Lo úni­co de lo que care­cía­mos era de acce­so ili­mi­ta­do al sanc­ta san­to­rum del club,las sec­cio­nes “F&G”… y yo sen­tía que lo nece­si­ta­ría­mos, para ver a la noble­za del whisky en acción. El gober­na­dor, un cer­do mer­ce­na­rio neo-nazi lla­ma­do Louis Nunn, esta­ría en la sec­ción “G”, jun­to a Barry Gold­wa­ter y el Coro­nel San­ders. Pre­sen­tía que esta­ría­mos bien en una de las salas de la sec­ción “G” don­de podría­mos des­can­sar y beber jule­pes de men­ta, empa­pán­do­nos un poco de la atmós­fe­ra y de las espe­cia­les vibra­cio­nes del Derby.

Los bares y res­tau­ran­tes esta­ban tam­bién en las sec­cio­nes “F&G”, y los bares del club ofre­cen una ima­gen muy espe­cial el Día del Derby. Jun­to a polí­ti­cos, belle­zas de socie­dad y empre­sa­rios loca­les, cual­quier vani­do­so lige­ra­men­te per­tur­ba­do que se encon­tra­se en un radio de qui­nien­tas millas alre­de­dor de Louis­vi­lle, se deja­ría ver por allí, pavo­neán­do­se borra­cho y dan­do pal­ma­das en un mon­tón de espal­das de una for­ma des­ca­ra­da.

El Pad­dock es pro­ba­ble­men­te el mejor lugar en las ins­ta­la­cio­nes para sen­tar­se y obser­var caras. A nadie le impor­ta ser obser­va­do; para eso es para lo que van allí. Algu­nos pasan la mayor par­te de su tiem­po en el Pad­dock; se sien­tan en una de las muchas mesas de made­ra, se recli­nan en las cómo­das sillas y obser­van en el panel lumi­no­so como, con las apues­tas, las pro­ba­bi­li­da­des de los dife­ren­tes caba­llos varían hacia arri­ba y hacia aba­jo.

Cama­re­ros negros ata­via­dos con cha­le­cos blan­cos de ser­vi­cio atra­vie­san la mul­ti­tud con ban­de­jas reple­tas de bebi­das; mien­tras los exper­tos estu­dian sus cua­der­nos de notas y los juga­do­res, asal­ta­dos por cora­zo­na­das, esco­gen núme­ros al azar o revi­san las lis­tas en bus­ca de nom­bres que les sue­nen bien. Hay un cons­tan­te flu­jo de trá­fi­co des­de el exte­rior hacia las ven­ta­ni­llas de apues­tas por los corre­do­res de made­ra. Des­pués, a medi­da que se acer­ca el comien­zo de la carre­ra, la mul­ti­tud se dilu­ye y la gen­te regre­sa a sus asien­tos.

A buen segu­ro, íba­mos a tener que con­ce­bir algún modo de pasar más tiem­po en el Club al día siguien­te. Pero los pases de pren­sa para acce­der a las sec­cio­nes F&G sólo eran váli­dos duran­te trein­ta minu­tos cada vez, pre­su­mi­ble­men­te para per­mi­tir a los tipos de la pren­sa entrar y salir para tomar fotos y hacer entre­vis­tas rápi­das, pero, al mis­mo tiem­po, evi­tar que vaga­bun­dos como Stead­man y yo pasá­ra­mos todo el día en el club, aco­san­do a la noble­za y revol­vien­do sus bol­sos de mano mien­tras cru­zá­ba­mos las salas. O que rociá­ra­mos con Mace al gober­na­dor. El tiem­po lími­te no era un pro­ble­ma el vier­nes, pero el Día del Derby los pases de paseo esta­rían muy deman­da­dos. Y con­si­de­ran­do que tar­dá­ba­mos alre­de­dor de diez minu­tos en ir des­de la cabi­na de pren­sa has­ta el Pad­dock, y otros diez el vol­ver, no nos que­da­ba mucho tiem­po de sobra para un serio estu­dio de la gen­te allí reu­ni­da. Y, a dife­ren­cia de la mayo­ría de los reu­ni­dos en la cabi­na de pren­sa, noso­tros no tenía­mos el más míni­mo inte­rés acer­ca de lo que suce­die­ra en la pis­ta. Noso­tros había­mos ido has­ta allí para ver la actua­ción de las ver­da­de­ras bes­tias.

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El vier­nes, a últi­ma hora de la tar­de, sali­mos al bal­cón de la sala de pren­sa y tra­ta­mos de des­cri­bir la dife­ren­cia entre lo que veía­mos y lo que vería­mos al día siguien­te. Era la pri­me­ra vez que venía al Derby des­de hacía diez años, pero antes de esto, cuan­do vivía en Louis­vi­lle, solía venir todos los años. Aho­ra, miran­do hacia aba­jo des­de el pal­co de pren­sa, seña­lé el gran pra­do de hier­ba rodea­do por la pis­ta. “Todo eso”, dije,“estará a rebo­sar de gen­te; cin­cuen­ta mil o así, y una gran par­te de ellos tam­ba­leán­do­se borra­chos. Es una esce­na fan­tás­ti­ca, miles de per­so­nas des­ma­yán­do­se, gri­tan­do, copu­lan­do, piso­teán­do­se unas a otras y peleán­do­se con bote­llas de whisky rotas. Ten­dre­mos que pasar algo de tiem­po allí, será difí­cil mover­se, hay dema­sia­dos cuer­pos”.

¿Es segu­ro? ¿Regre­sa­re­mos?”

“Segu­ro”, dije. “Sólo ten­dre­mos que tener cui­da­do de no pisar el estó­ma­go de alguien y comen­zar una pelea”. Me enco­gí de hom­bros. “Demo­nios, lo que suce­de­rá aquí en el inte­rior del Club, jus­to detrás de noso­tros, será casi tan malo como lo del pra­do cen­tral. Miles de borra­chos tam­ba­lean­tes y locos, ponién­do­se cada vez más furio­sos a medi­da que pier­den más y más dine­ro. A media tar­de esta­rán tra­gan­do vasos de men­ta con ambas manos y vomi­tán­do­se unos a otros entre carre­ra y carre­ra. El lugar com­ple­to esta­rá rebo­san­te de cuer­pos, pega­dos hom­bro con hom­bro. Será difí­cil mover­se. Los pasi­llos esta­rán man­cha­dos con vómi­to; la gen­te se cae­rá y se aga­rra­rá de tus pier­nas para evi­tar ser piso­tea­dos. Borra­chos meán­do­se en las ven­ta­ni­llas de apues­tas. Dejan­do caer puña­dos de dine­ro y pelean­do para aga­char­se y recu­pe­rar­lo”.

Pare­cía tan ner­vio­so que me reí. “Sólo estoy bro­mean­do”, dije. “No te preo­cu­pes. A la pri­me­ra señal de pro­ble­mas empe­za­ré a arro­jar este “Che­mi­cal Billy” a la mul­ti­tud”.

Él había hecho algu­nos bue­nos boce­tos, pero has­ta el momen­to no había­mos encon­tra­do ese tipo de ros­tro tan espe­cial que sen­tía que nece­si­ta­ría­mos para un dibu­jo per­fec­to. Era una cara que yo había vis­to miles de veces cada vez que había veni­do al Derby. Lo veía, en mi cabe­za, como la más­ca­ra de la noble­za del whisky, una pre­ten­cio­sa mez­cla de ebrie­dad, sue­ños falli­dos y cri­sis ter­mi­nal de iden­ti­dad; el inevi­ta­ble resul­ta­do de la endo­ga­mia de una cul­tu­ra cerra­da e igno­ran­te. Una de las cla­ves gené­ti­cas de la repro­duc­ción de perros, caba­llos y cual­quier otro ani­mal de pura raza es que la pro­xi­mi­dad de paren­tes­co tien­de a poten­ciar tan­to los pun­tos débi­les como los fuer­tes. En un cru­ce de caba­llos, por ejem­plo, exis­te el ries­go de cru­zar a dos caba­llos rápi­dos que están a su vez un poco locos. La pro­le será muy rápi­da, pero tam­bién muy loca. Así que el secre­to de la repro­duc­ción de pura san­gres es rete­ner los ras­gos posi­ti­vos y eli­mi­nar los nega­ti­vos. Pero el cru­ce de seres huma­nos no está sabia­men­te super­vi­sa­do, par­ti­cu­lar­men­te en la estre­cha socie­dad sure­ña en la que la más radi­cal endo­ga­mia no es solo ele­gan­te y con­ve­nien­te, sino más acep­ta­ble ‑para los padres- que per­mi­tir a sus reto­ños encon­trar libre­men­te sus pro­pias pare­jas, por sus pro­pias razo­nes y por sus pro­pios medios. (“Mal­di­ta sea, ¿supis­te lo de la hija de Smitty? Se vol­vió loca y se casó en Bos­ton con un negro la sema­na pasa­da!”)

Así que la cara que tra­ta­ba de encon­trar en el Chru­chill­Downs ese fin de sema­na era todo un sím­bo­lo, para mi, de toda esa mal­di­ta cul­tu­ra atá­vi­ca que hace del Derby de Ken­tucky lo que es.

En nues­tro camino de regre­so al motel tras las carre­ras del vier­nes, adver­tí a Stead­man sobre algu­nos de los pro­ble­mas con los que ten­dría­mos que lidiar. Nin­guno de noso­tros había traí­do nin­gu­na cla­se de extra­ñas dro­gas ile­ga­les, así que ten­dría­mos que sobre­vi­vir a base de alcohol. “Debe­rías tener en cuen­ta”, dije,“que casi todo el mun­do al que te diri­jas esta­rá borra­cho. Gen­te que pue­de pare­cer muy ama­ble a pri­me­ra vis­ta pue­den comen­zar a dis­cu­tir con­ti­go, repen­ti­na­men­te, sin nin­gu­na razón” Él asin­tió, miran­do des­con­cer­ta­do. Pare­cía estar un poco des­ani­ma­do por lo que tra­té de ani­mar­lo invi­tán­do­le a cenar esa noche con mi her­mano.

Ya de regre­so en el motel, habla­mos un rato sobre Esta­dos Uni­dos, el sur, Ingla­te­rra… para rela­jar­nos un poco antes de la cena. No había for­ma de saber, en ese momen­to, que ésta, sería la últi­ma con­ver­sa­ción rela­ti­va­men­te nor­mal que ten­dría­mos. Des­de aquel momen­to, el fin de sema­na se con­vir­tió en una vicio­sa y ebria pesa­di­lla. Que­da­mos com­ple­ta­men­te des­tro­za­dos. El prin­ci­pal pro­ble­ma fue mi pasa­do en Louis­vi­lle, que me lle­va­ba natu­ral­men­te a orga­ni­zar reunio­nes con vie­jos ami­gos, parien­tes, etc., muchos de los cua­les esta­ban en pleno pro­ce­so de des­mo­ro­na­mien­to, vol­vién­do­se locos, pre­pa­ran­do divor­cios, derrum­bán­do­se bajo la pre­sión de terri­bles deu­das o recu­pe­rán­do­se de horri­bles acci­den­tes. Jus­to en medio de aque­lla locu­ra del Derby, un miem­bro de mi pro­pia fami­lia tuvo que ser inter­na­do en una clí­ni­ca psi­quiá­tri­ca. Aque­llo aña­dió mayor ten­sión a la situa­ción, y como el pobre Stead­man no tenía nin­gu­na posi­bi­li­dad de ele­gir sino car­gar con lo que quie­ra que se le metie­se por delan­te, esta­ba suje­to a shock tras shock.

Otro pro­ble­ma era su hábi­to de hacer cari­ca­tu­ras de toda la gen­te que cono­cía en las diver­sas situa­cio­nes socia­les a las que yo lo arras­tra­ba; lue­go les daba los dibu­jos. El resul­ta­do era siem­pre des­afor­tu­na­do. Le adver­tí muchas veces sobre per­mi­tir a los suje­tos ver sus horri­bles dibu­jos, pero por algu­na per­ver­sa razón con­ti­nua­ba hacien­do lo mis­mo. En con­se­cuen­cia, comen­zó a ser vis­to con mie­do y asco por casi todas las per­so­nas que veían o inclu­so escu­cha­ban hablar de su tra­ba­jo. Él no podía enten­der­lo. “Es una bro­ma”, insis­tía. “¿Por qué se eno­jan? En Ingla­te­rra es abso­lu­ta­men­te nor­mal. La gen­te no se moles­ta. Ellos entien­den que sólo estoy hacien­do una cari­ca­tu­ra”.

“A la mier­da Ingla­te­rra”, le dije. “Esto es el cora­zón de Amé­ri­ca. Esta gen­te con­si­de­ra que tú los estás insul­tan­do bru­tal­men­te. Mira lo que pasó ano­che, pen­sé que mi her­mano te arran­ca­ría la cabe­za”.

Stead­man movió su cabe­za ape­sa­dum­bra­do. “Pero me caía bien. Me pare­ció un tipo sin­ce­ro y direc­to”.

“Mira, Ralph”, le dije. “No nos enga­ñe­mos. Tú le rega­las­te un retra­to horri­ble. Era la cara de un mons­truo. Se lo tomó muy mal”. Me enco­gí de hom­bros. “Por qué dia­blos crees que nos fui­mos del res­tau­ran­te tan rápi­do?”

“Pen­sé que había sido por lo del Mace”, me dijo.

“¿Qué Mace?”

Son­rió. “Cuan­do rocias­te con él al cama­re­ro, ¿no te acuer­das?”

“Mal­di­ción, eso no fue nada”, dije. “Fallé… y de todas for­mas tenía­mos que irnos”.

Pero nos cayó a noso­tros enci­ma”, dijo. “La habi­ta­ción esta­ba lle­na de aquel mal­di­to gas. Tu her­mano esta­ba estor­nu­dan­do y su mujer llo­ra­ba. Me dolie­ron los ojos duran­te dos horas. No podía ver ni dibu­jar al regre­sar al motel”.

“Cier­to”, dije. “Esa cosa le fue a parar a las pier­nas, ¿no?”

“Esta­ba enfa­da­dí­si­ma”, dijo.

Si…bueno, vale… Vamos a ima­gi­nar que la cagamos por par­tes igua­les en esta oca­sión”, dije. “Pero a par­tir de aho­ra vamos a tra­tar de ser pre­ca­vi­dos cuan­do ten­ga­mos gen­te cono­ci­da alre­de­dor. No les dibu­ja­rás y yo no les gasea­ré con Mace. Tan solo vamos a tra­tar de rela­jar­nos y embo­rra­char­nos”.

Cla­ro”, dijo. “Sere­mos nati­vos”.

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Era sába­do por la maña­na, el día de la gran carre­ra, y desa­yu­na­mos en un pala­cio de ham­bur­gue­sa plás­ti­ca cono­ci­do como el Fish-Meat Villa­ge. Nues­tras habi­ta­cio­nes esta­ban jus­to al otro lado de la calle en el Brown Sub­ur­ban Hotel. Había un come­dor, pero la comi­da era tan mala que no pudi­mos sopor­tar­la. Las cama­re­ras pare­cían tener infla­ma­das las cani­llas; se movían muy len­ta­men­te, que­ján­do­se y mal­di­cien­do a los “more­nos” de la coci­na.

A Stead­man le gus­ta­ba el Fish-Meat por­que allí tenían “fish and chips”. Yo pre­fe­ría la “tos­ta­da fran­ce­sa”, que en reali­dad era masa para tor­ti­tas, fri­ta con el espe­sor ade­cua­do y lue­go cor­ta­da en una espe­cie de mol­de para galle­tas para que adqui­rie­se la apa­rien­cia de pan tos­ta­do.

Apar­te de la bebi­da y de la fal­ta de sue­ño, nues­tro úni­co pro­ble­ma real en este pun­to era el asun­to del acce­so al Club. Final­men­te, deci­di­mos ir de cara y robar dos pases, si era nece­sa­rio, antes que per­der­nos par­te de la acción. Esta fue la últi­ma deci­sión cohe­ren­te que pudi­mos tomar duran­te las 48 horas siguien­tes. Des­de aquí en adelante—casi des­de el ins­tan­te en que par­ti­mos hacia la pista—perdimos todo con­trol de los acon­te­ci­mien­tos y pasa­mos el res­to del fin de sema­na agi­tán­do­nos en un océano de horro­res. Mis notas y pen­sa­mien­tos sobre el Derby están un tan­to mez­cla­dos.

Pero aho­ra, miran­do el gran cua­derno rojo que lle­vé duran­te todo ese fin de sema­na, entien­do más o menos lo que suce­dió. El pro­pio libro está algo estro­pea­do y dobla­do; algu­nas de las pagi­nas están des­ga­rra­das, otras están arru­ga­das y man­cha­das de algo que pare­ce ser whisky, pero tomán­do­lo como un todo, con espo­rá­di­cos flashes de memo­ria, las notas pare­cen con­tar la his­to­ria. A saber:

Llue­ve toda la noche has­ta el ama­ne­cer. No dor­mi­mos. Jesús, allá vamos, una pesa­di­lla de barro y demen­cia… pero no. Al medio­día el sol está radian­te un día per­fec­to, en abso­lu­to húme­do.

Stead­man está aho­ra preo­cu­pa­do por el fue­go. Alguien le con­tó que el Club se incen­dió hace dos años. ¿Podría vol­ver a suce­der? Sería Horri­ble. Que­da­ría­mos atra­pa­dos en el salón de pren­sa. Un Holo­caus­to. Cien mil per­so­nas pelean­do por esca­par. Borra­chos gri­tan­do entre las lla­mas y el barro, caba­llos enlo­que­ci­dos corrien­do por todas par­tes. Esta­ría­mos cie­gos por el humo. Las tri­bu­nas des­mo­ro­nán­do­se en un mar de lla­mas con noso­tros en el techo. El pobre Ralph está a pun­to de sufrir una cri­sis ner­vio­sa. Bebe de for­ma bru­tal en el Haig & Haig.

Lle­ga­mos al cir­cui­to en un taxi, evi­tan­do ese terri­ble apar­ca­mien­to a rebo­sar de gen­te, a 25 dóla­res la pla­za, vie­jos des­den­ta­dos indi­can espa­cios para los autos con gran­des car­te­les que dicen: ESTA­CIO­NAR AQUÍ. “Está bien, chi­co, no impor­tan los tuli­pa­nes”. El pelo des­pei­na­do en su cabe­za, eri­za­do como un mon­tón de jun­cos.

Los acce­sos lle­nos de gen­te, todos movién­do­se en la mis­ma direc­ción, hacia Chur­chill Downs. Niños lle­van­do neve­ras y man­tas, ado­les­cen­tes con apre­ta­dos pan­ta­lo­nes cor­tos de color rosa, muchos negros… tipos negros con som­bre­ros de fiel­tro blan­co con ban­das de piel de leo­par­do, poli­cías diri­gien­do el tra­fi­co.

La mul­ti­tud se apre­tu­ja en todas las calles en torno al hipó­dro­mo; avan­za­mos len­ta­men­te entre la gen­te, el calor es exce­si­vo. Mien­tras cami­ná­ba­mos hacia el ascen­sor que con­du­cía al salón de pren­sa, den­tro del Club, nos encon­tra­mos con un mon­tón de sol­da­dos que lle­va­ban lar­gas porras blan­cas. Cer­ca de dos pelo­to­nes, con cas­cos. Un hom­bre que cami­na­ba al lado nues­tro dijo que espe­ra­ban al gober­na­dor. Stead­man les miró ner­vio­so. “¿Por qué lle­van esas porras?”

Pan­te­ras Negras”, le dije. Enton­ces recor­dé al bueno “Jim­bo” del aero­puer­to y me pre­gun­té que pen­sa­ría él en este momen­to. Pro­ba­ble­men­te esta­ría muy ner­vio­so; el lugar esta­ba aba­rro­ta­do de poli­cías y sol­da­dos. Nos escu­rri­mos a tra­vés de la mul­ti­tud, pasa­mos muchas puer­tas, cru­za­mos el pad­dock, el lugar al que los jine­tes traen los caba­llos y des­fi­lan por unos momen­tos antes de cada carre­ra para que los juga­do­res pue­dan echar­les un vis­ta­zo. Cin­co millo­nes de dola­res serán apos­ta­dos hoy. Habrá muchos gana­do­res, aún más per­de­do­res. Qué impor­ta. La puer­ta de acce­so al salón de pren­sa esta reple­ta de gen­te tra­tan­do de entrar, gri­tán­do­le a los guar­dias, mos­tran­do extra­ñas cre­den­cia­les: Chica­go Spor­ting Times, Pit­ts­burg Poli­ce Athe­tic Lea­gue… todos ellos recha­za­dos. “Mué­ve­te, ami­go, dale paso a los tra­ba­ja­do­res de la pren­sa”. Empu­ja­mos a la gen­te, entra­mos al ascen­sor y rápi­da­men­te subimos has­ta el bar. ¿Por qué no? Aden­tro. Hoy es un día muy calu­ro­so, no me sien­to bien, debe ser este cli­ma horri­ble. La zona de pren­sa esta­ba fres­ca y corría el aire, había muchas salas que reco­rrer y asien­tos en la terra­za para obser­var la carre­ra o mirar a la mul­ti­tud. Con­se­gui­mos una hoja de apues­tas y sali­mos.

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Caras rosa­das con un cope­te ele­gan­te del sur, vie­jo esti­lo de aris­tó­cra­ta, abri­gos de algo­dón y cue­llos abo­to­na­dos. “Seni­li­dad Flo­re­cien­te” (fra­se de Stead­man)… ago­ta­da des­de el prin­ci­pio o qui­zás, sin fuer­zas que ago­tar en pri­mer lugar. Nada de ener­gía en las caras, nada de curio­si­dad. Sufrien­do en silen­cio, des­pués de los trein­ta, ya no se pue­de hacer nada en esta vida, sólo que­da aguan­tar y entre­te­ner a los niños. Deja que los jóve­nes dis­fru­ten mien­tras pue­dan. ¿Por qué no?

La muer­te impla­ca­ble lle­gó pri­me­ro aquí… duen­des malig­nos en el cés­ped por las noches, aullan­do al lado de ese negri­to de ace­ro con ropas de jine­te. Tal vez él es el úni­co que aúlla. Espan­to­sos deli­rium tre­mens y dema­sia­dos gru­ñi­dos en el club de brid­ge. Hun­dién­do­se jun­to con la bol­sa de valo­res. Oh, Dios, el chi­co ha des­tro­za­do el auto nue­vo, se ha estam­pa­do con­tra el gran pilar de pie­dra que hay en el cru­ce de la auto­pis­ta. ¿Se ha roto la pier­na? ¿Se ha tor­ci­do el ojo? Envíen­lo a Yale, ellos son capa­ces de curar­lo todo.

¿Yale? ¿No has leí­do el dia­rio de hoy? New Haven está bajo sitio. Yale está infes­ta­do de Pan­te­ras Negras… se lo digo Coro­nel, el mun­do se ha vuel­to loco, muy loco. ¿Por qué?; ¿Cómo es posi­ble que una mal­di­ta mujer pue­da correr hoy en el Derby?

Dejé a Stead­man gara­ba­tean­do en el Pad­dock y me diri­gí a rea­li­zar nues­tras apues­tas para la cuar­ta carre­ra. Cuan­do regre­sé, él obser­va­ba inten­sa­men­te a un gru­po de jóve­nes sen­ta­dos entorno a una mesa, no muy lejos de ahí. “Jesús, mira la corrup­ción en esa cara!” susu­rró. “¡Mira la locu­ra, el mie­do, la ava­ri­cia!” Miré, y me apre­su­ré a vol­ver a mirar el dibu­jo sobre la mesa. La cara que él había ele­gi­do para retra­tar, era la cara de un vie­jo ami­go mío, una estre­lla del fút­bol pre-uni­ver­si­ta­rio de los bue­nos vie­jos tiem­pos, que tenía un ele­gan­te Chevy con­ver­ti­ble de color rojo y una mano muy rápi­da, se decía, para des­abro­char suje­ta­do­res de la talla 32 B. Lo lla­ma­ban “El Hom­bre Gato”.

Pero aho­ra, una doce­na de años des­pués, no podría haber­le reco­no­ci­do en nin­gún otro lugar sal­vo allí, don­de ten­dría que haber espe­ra­do encon­trar­lo, en el bar del Pad­dock, el día del Derby… ojos gor­dos y ses­ga­dos, una son­ri­sa de chu­lo, un tra­je de seda azul y sus ami­gos miran­do como si fue­ran caje­ros de ban­co corrup­tos en mitad de una borra­che­ra…

Stead­man que­ría ver algu­nos coro­ne­les de Ken­tucky, pero no esta­ba segu­ro de cómo eran. Le dije que regre­sa­ra a los baños de hom­bres en el Club y bus­ca­ra a tipos ves­ti­dos con tra­jes de lino blan­co vomi­tan­do en los uri­na­rios. “ Nor­mal­men­te tie­nen gran­des man­chas marro­nes de whisky en la sola­pa de sus tra­jes”, le dije. “Pero mira sus zapa­tos, ahí está la señal. La mayo­ría de ellos evi­tan vomi­tar sobre sus ropas, pero no pres­tan aten­ción a sus zapa­tos”.

En un pal­co no lejos del nues­tro esta­ba el coro­nel Anna Fried­man Gold­man, pre­si­den­te y guar­dián del gran sello dela Hono­ra­ble Orden de Coro­ne­les de Ken­tucky. No todos los cer­ca de 76 millo­nes o más de Coro­ne­les de Ken­tucky podrían acu­dir aquel año al Derby, pero muchos man­te­nían la fe, y varios días antes del Derby se habían reu­ni­do para su cena anual en el Seel­bach Hotel.

El Derby, la carre­ra en si, esta­ba pro­gra­ma­da para la tar­de, y mien­tras la hora mági­ca se apro­xi­ma­ba le suge­rí a Stead­man que debe­ría­mos pasar más tiem­po en el cam­po cen­tral, aquel ardien­te mar de gen­te que se exten­día des­de la pis­ta has­ta el Club. Pare­ció un poco ner­vio­so al res­pec­to, pero ya que nin­gu­na de las horri­bles cosas sobre las que le había adver­ti­do se habían cum­pli­do ‑no hubo pro­tes­tas, incen­dios, ni ata­ques sal­va­jes de borra­chos- se enco­gió de hom­bros y dijo, “Bueno, hagá­mos­lo”.

Para lograr­lo tuvi­mos que pasar muchas puer­tas, y cada una nos lle­va­ba un paso más aba­jo en la esca­la social, des­pués cru­za­mos un túnel bajo la pis­ta. Al salir del túnel sufri­mos un cho­que cul­tu­ral de tal cali­bre que nos lle­vó algún tiem­po acos­tum­brar­nos. “Dios todo­po­de­ro­so!” susu­rró Stead­man. “Esto es…Cristo!” Sin pen­sar­lo, se zam­bu­lló entre la mul­ti­tud con su peque­ña cáma­ra, cami­nan­do sobre los cuer­pos, y yo lo seguí, tra­tan­do de tomar notas.

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Caos total, no hay for­ma de ver la carre­ra, ni siquie­ra la pis­ta… a nadie le impor­ta. Gran­des colas en las ven­ta­ni­llas de apues­tas, lue­go se paran fren­te a las pan­ta­llas gigan­tes para ver los núme­ros de los caba­llos gana­do­res, como en un bin­go gigan­te.

Vie­jos negros dis­cu­ten sobre apues­tas; “Un momen­to, yo me encar­go de esto” (mos­tran­do una pin­ta de whisky, un puña­do de dóla­res); una niña jugan­do al caba­lli­to, cami­se­tas que dicen, “roba­da de la cár­cel de Fort Lau­der­da­le”. Miles de ado­les­cen­tes en gru­pos can­tan­do “Let the sun Shi­ne In”, diez sol­da­dos pro­te­gien­do la ban­de­ra de EE.UU y un gor­do borra­cho con una cami­se­ta de fút­bol ame­ri­cano azul (Nº80) tam­ba­leán­do­se de un lado a otro con un cuar­to de cer­ve­za en la mano.

Aquí no se ven­de alcohol, es dema­sia­do peli­gro­so… ni siquie­ra hay baños. Pla­ya Mus­cle… Woods­tock… muchos poli­cías con porras anti dis­tur­bios, pero no hay señal de pro­tes­tas. Muy lejos, no pre­ci­sa­men­te aquí, sino cru­zan­do la pis­ta, el Club pare­ce una pos­tal del Derby de Ken­tucky.

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Regre­sa­mos al Club para ver la gran carre­ra. Cuan­do la mul­ti­tud se paró para can­tar “My Old Ken­tucky Home” con la ban­de­ra en alto, Sted­man se puso enfren­te de ellos y comen­zó a dibu­jar­los his­té­ri­ca­men­te. Des­de algún lugar de los salo­nes una voz chi­lló, “agá­cha­te, hip­pie idio­ta”. La carre­ra sólo duró dos minu­tos, e inclu­so des­de nues­tros asien­tos de cla­se pri­vi­le­gia­da y usan­do los bino­cu­la­res más pode­ro­sos, no había for­ma de ver lo que esta­ba suce­dien­do real­men­te con nues­tros caba­llos. Dios San­to, el caba­llo de Ralph, tro­pe­zó y per­dió a su jine­te en la últi­ma vuel­ta. El mío, Silent Screen, lide­ró la carre­ra has­ta la últi­ma vuel­ta, pero cayó al quin­to pues­to en la rec­ta final. El gana­dor, lla­ma­do Dust Com­man­der, paga­ba 16 a1.

Momen­tos des­pués de que ter­mi­na­ra la carre­ra, la mul­ti­tud se pre­ci­pi­tó vio­len­ta­men­te hacia las sali­das, corrien­do para tomar taxis y auto­bu­ses. Al día siguien­te el Courier infor­ma­ba de la vio­len­cia en la zona del par­king; mucha gen­te fue gol­pea­da y piso­tea­da, roba­ron muchas car­te­ras, hubo niños per­di­dos, peleas con bote­llas. Pero noso­tros nos per­di­mos todo esto, por­que nos había­mos reti­ra­do al salón de pren­sa para tomar una copa des­pués de la carre­ra. A estas altu­ras, ya está­ba­mos medio locos a cau­sa del exce­so de whisky, la inso­la­ción, el cho­que cul­tu­ral, la fal­ta de sue­ño y la diso­lu­ción gene­ral. Estu­vi­mos dan­do vuel­tas por el salón el tiem­po sufi­cien­te como para ver una entre­vis­ta masi­va al pro­pie­ta­rio del caba­llo gana­dor, un peque­ño y ele­gan­te hom­bre lla­ma­do Leh­mann que decía que había lle­ga­do a Louis­vi­lle aque­lla maña­na pro­ce­den­te del Nepal, don­de “había aba­ti­do un tigre gigan­te”. Los repor­te­ros de depor­tes mur­mu­ra­ron con admi­ra­ción mien­tras un cama­re­ro lle­nó el vaso de Leh­mann con Chi­vas Regal. Aca­ba­ba de ganar 127.000 dóla­res con un caba­llo que le había cos­ta­do 6.500 hacía dos años. Su pro­fe­sión, dijo, era “con­tra­tis­ta reti­ra­do”. Y aquí aña­dió, con una gran sonrisa,“Me aca­bo de reti­rar”.

El res­to del día fue de pura locu­ra. El res­to de la noche tam­bién. Lo mis­mo al día siguien­te. Ocu­rrie­ron cosas tan horri­bles que ni siquie­ra pue­do pen­sar sobre ellas aho­ra, y menos aún publi­car­las. Tuve suer­te de esca­par con vida. Uno de los recuer­do más cla­ros que ten­go de esos días, es el de Ralph sien­do ata­ca­do por uno de mis vie­jos ami­gos en el salón de billar del Club Pen­den­nis, en el cen­tro de Louis­vi­lle, la noche del sába­do. El hom­bre se había arran­ca­do los boto­nes de su cami­sa has­ta la cin­tu­ra al ima­gi­nar que Ralph esta­ba detrás de su mujer. No hubo gol­pes, pero los efec­tos emo­cio­na­les fue­ron enor­mes. Lue­go, como si fue­ra el epí­lo­go final al horror, Stead­man puso a tra­ba­jar su dia­bó­li­co lápiz y tra­tó de arre­glar las cosas hacien­do un peque­ño retra­to de la mujer a la que supues­ta­men­te había esta­do cor­te­jan­do. Tuvi­mos que huir del Pen­den­nis.

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En torno a las diez y media de la maña­na del lunes me des­per­tó un rui­do de ara­ña­zos en la puer­ta. Me incor­po­ré en la cama y abrí la cor­ti­na lo sufi­cien­te para dis­tin­guir a Stead­man en el exte­rior. “¿Qué mier­da quie­res?”, le gri­té.

¿Qué tal un desa­yuno?” dijo él.

Me levan­té y tra­té de abrir la puer­ta, pero se que­dó atas­ca­da por la cade­na del cerro­jo y se vol­vió a cerrar. ¡No fui capaz de sacar la cade­na! No había for­ma, así que la rom­pí con una furio­sa sacu­di­da de la puer­ta. Ralph ni se inmu­tó. “Mala suer­te”, dijo.

Ape­nas podía ver. Tenía los ojos tan hin­cha­dos que casi no podía abrir­los y la brus­ca irrup­ción de la luz a tra­vés de la puer­ta me dejó atur­di­do e inde­fen­so como un topo enfer­mo. Stead­man esta­ba far­fu­llan­do acer­ca de náu­seas y el terri­ble calor; me sen­té en la cama y tra­té de seguir­le con la mira­da mien­tras se movía alre­de­dor del cuar­to de for­ma extra­ña, has­ta que, repen­ti­na­men­te, sacó una Colt 45 y apun­tó con el a un cubo de cer­ve­za. “Cris­to”, dije. “Estás per­dien­do el con­trol”.

Asin­tió y arran­có la tapa de la bote­lla, toman­do un lar­go tra­go. “Sabes, este lugar es real­men­te espan­to­so”, dijo final­men­te. “Ten­go que salir de aquí…” movió su cabe­za con ner­vio­sis­mo. “El avión sale a las tres trein­ta, pero no sé si podré sopor­tar­lo”.

Casi no podía oír lo que decía. Final­men­te mis ojos se abrie­ron lo bas­tan­te para poder ver lo que se refle­ja­ba en el espe­jo que esta­ba al otro lado de la habi­ta­ción y que­dé espan­ta­do al reco­no­cer lo que vi. Por un momen­to pen­sé que Ralph había traí­do a alguien ‑un mode­lo per­fec­to de esa cara que había­mos esta­do bus­can­do. Ahí esta­ba, por Dios- una cari­ca­tu­ra hin­cha­da, devas­ta­da por el alcohol, enfer­mi­za… la horri­ble ver­sión ani­ma­da de una vie­ja foto arran­ca­da al álbum fami­liar de una orgu­llo­sa madre. Era la cara que había­mos esta­do bus­can­do y era, por supues­to, la mía. Horri­ble, horri­ble…

Tal vez debe­ría dor­mir un poco más”, dije. “¿Por qué no vas al Fish-Meat y comes un poco de ese pes­ca­do cha­mus­ca­do con pata­tas fri­tas? Lue­go regre­sas acá y me des­pier­tas hacia el medio­día. Me sien­to dema­sia­do cer­ca de la muer­te para salir a la calle aho­ra”.

Sacu­dió la cabe­za. “No… no… Creo que voy a vol­ver­me arri­ba a tra­ba­jar un rato en estos dibu­jos”. Se incli­nó par coger otras dos latas de cer­ve­za del cubo. “Inten­te tra­ba­jar antes” dijo, “pero mis manos seguían tem­blan­do… Es terri­ble, terri­ble”.

Tie­nes que dejar de beber”, le dije.

Asin­tió. “Lo sé. No es bueno, no es bueno en abso­lu­to. Pero por algún moti­vo me hace sen­tir mejor…”.

No por mucho tiem­po”, dije. “Pro­ba­ble­men­te sufri­rás un colap­so his­té­ri­co de deli­rium tre­mens esta noche, pro­ba­ble­men­te jus­to cuan­do ten­gas que bajar de tu avión en el Ken­nedy. Te pon­drán una cami­sa de fuer­za para redu­cir­te y te arras­tra­rán hacia los cala­bo­zos antes de gol­pear­te en los riño­nes con gran­des porras una y otra vez, has­ta que te cal­mes”.

Se enco­gió de hom­bros y se lar­gó, cerran­do la puer­ta tras de sí. Vol­ví a la cama duran­te otra hora o así, y más tar­de, tras mi esca­pa­da al Nite Owl Food Mart para mi zumo de pome­lo dia­rio, tuvi­mos nues­tra últi­ma comi­da en el Fish-Meat Villa­ge: un agra­da­ble almuer­zo a base de pas­ta y car­ne fri­ta con mucha gra­sa. 

Para enton­ces Ralph no que­ría ni pedir café; se man­te­nía sólo a base de agua. “Es la úni­ca cosa que tie­nen aquí apta para el con­su­mo humano”, expli­có. Lue­go, con una hora o más por delan­te antes de que toma­ra el avión, pusi­mos los dibu­jos sobre la mesa y los exa­mi­na­mos un buen rato, pre­gun­tán­do­nos si había cap­ta­do el espí­ri­tu del Derby… pero no pudi­mos deci­dir­nos. Sus manos tem­bla­ban tan­to que tenía pro­ble­mas para sos­te­ner los pape­les, y mi vis­ta esta­ba tan borro­sa que ape­nas podía ver lo que había dibu­ja­do Ralph. “Mier­da”, dije. “Noso­tros esta­mos peor que cual­quier cosa que hayas dibu­ja­do aquí”.

Él son­rió. “Sabes, he esta­do pen­san­do sobre eso”, dijo. “Vini­mos aquí para con­tem­plar un espec­tácu­lo terri­ble: gen­te fue­ra de si, vomi­tan­do sobre sí mis­mos y todo eso… y aho­ra, ¿sabes qué? Somos noso­tros…”

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Un gran Pon­tiac Ball­bus­ter se lan­za dis­pa­ra­do a tra­vés del trá­fi­co de la auto­pis­ta.

Un bole­tín nacio­nal de noti­cias infor­ma que la Guar­dia Nacio­nal está masa­cran­do estu­dian­tes en Ken Sta­te y que Nixon con­ti­núa bom­bar­dean­do Cam­bo­ya. El perio­dis­ta con­du­ce igno­ran­do a su pasa­je­ro que está casi des­nu­do, tras qui­tar­se la mayor par­te de la ropa que sos­tie­ne a tra­vés de la ven­ta­na con el fin de qui­tar el olor del Mace. Sus ojos están enro­je­ci­dos y su cara y su pecho están empa­pa­dos de la cer­ve­za que ha usa­do para lim­piar­se el horro­ro­so quí­mi­co que tie­ne adhe­ri­do a la piel. La par­te delan­te­ra de sus pan­ta­lo­nes de lana está húme­da de vómi­to; su cuer­po es sacu­di­do por vio­len­tos ata­ques de tos y aho­ga­dos sollo­zos. El perio­dis­ta con­du­ce el inmen­so auto a tra­vés del trá­fi­co y se esta­cio­na fren­te a la Ter­mi­nal, abre la puer­ta del lado del pasa­je­ro y empu­ja al inglés, gri­tan­do: “Lár­ga­te, ¡mari­ca! ¡Hijo de puta per­ver­ti­do! (ríe enlo­que­ci­do). Si te vuel­vo a encon­trar te patea­ré todo el camino has­ta Bow­ling Green, basu­ra extran­je­ra. El Mace es dema­sia­do bueno para ti… pode­mos arre­glár­nos­las sin tipos como tú en Ken­tucky”.