La polarización social y política es un rasgo común de la conversación pública contemporánea. Las redes sociales amplifican las diferencias, los medios de comunicación segmentan a sus audiencias, y los ciudadanos, cada vez más, exigen a las marcas que tomen posturas claras frente a los grandes debates del momento. Este panorama también afecta a la comunicación corporativa, reavivando una pregunta central para las empresas: ¿deben tomar partido en cuestiones controvertidas? Y, si deciden hacerlo, ¿cuál es el papel del director de comunicación en un entorno donde cualquier mensaje puede ser interpretado en clave ideológica?
La presión por posicionarse es una realidad creciente e ineludible. Según el Edelman Trust Barometer 2024, el 63% de los consumidores globales “espera que los CEO gestionen y controlen los cambios que se están desarrollando en la sociedad y no únicamente los relacionados con sus negocios”. Esta demanda es particularmente intensa en segmentos de público más jóvenes, como la Generación Z y los millennials, que valoran la autenticidad de las marcas y tienden a penalizar el silencio cuando lo perciben como complicidad o una falta de compromiso con temas relevantes. Estas circunstancias han llevado a que la comunicación corporativa sea una herramienta de gestión estratégica crucial, que llega mucho más allá de la mera promoción de productos o servicios.
Sin embargo, en sociedades donde el discurso público se radicaliza con facilidad, cualquier declaración puede ser percibida como un gesto político. Un simple mensaje de marca, que en otro momento podría haber pasado desapercibido, puede generar una ola de reacciones adversas si ciertos sectores lo interpretan como una toma de posición partidista. Por todo ello, el papel del director de comunicación (dircom) se vuelve más estratégico que nunca.
El rol del dircom ya no consiste solo en gestionar la imagen o elaborar mensajes corporativos, sino en anticipar el impacto reputacional de cada palabra, cada gesto o, incluso, de cada silencio. La comunicación corporativa debe entenderse como una herramienta de gobierno corporativo, capaz de alinear las expectativas de los grupos de interés con la identidad de la organización. Para lograrlo, se requiere coherencia, una planificación minuciosa y, sobre todo, una visión de largo plazo que no se deje arrastrar por la coyuntura del momento.
Reflexionar antes de tomar posición
Un error habitual en contextos polarizados es confundir la inmediatez con la autenticidad. Muchas compañías, cediendo a la presión, han reaccionado de forma impulsiva ante polémicas sociales, lanzando comunicados o campañas que se perciben como forzadas y oportunistas. Este tipo de respuestas suelen ser contraproducentes, ya que los colectivos más exigentes detectan rápidamente el oportunismo, mientras que los más conservadores pueden sentirse traicionados. En otras palabras, el riesgo no es tanto el posicionamiento en sí, sino su falta de coherencia con la trayectoria, los valores corporativos y la identidad genuina de la empresa.
Entonces, antes de decidir si deben o no tomar posición, cada empresa debe hacerse algunas preguntas fundamentales y reflexionar honestamente sus respuestas:
- ¿Tenemos una cultura organizacional que respalde este mensaje?
- ¿Contamos con políticas internas que demuestren un compromiso real en esta materia, o solo estamos reaccionando a la presión externa?
- ¿Está nuestra plantilla, constituida por nuestros empleados y líderes, realmente alineada con esta postura?
- ¿Cómo reaccionarán nuestros clientes, empleados y accionistas ante esta declaración?
Estas preguntas son esenciales para evitar caer en el activismo superficial, que puede generar más daños que beneficios a largo plazo.
El comunicado destaca que existen compañías que integran el activismo en su modelo de negocio y, por tanto, sus mensajes son percibidos como legítimos. Sin embargo, no todas las empresas están obligadas ni preparadas para hacerlo. Muchas organizaciones pueden encontrar una estrategia igual de válida manteniendo un perfil institucional centrado en la excelencia operativa, la transparencia y el diálogo constante con todos sus públicos, sin importar su orientación ideológica. En estos casos, el silencio no es sinónimo de indiferencia, sino de prudencia. La neutralidad no es una falta de compromiso, sino una forma de preservar el espacio común en una sociedad cada vez más fragmentada.
La clave para sortear con elegancia y honestidad las presiones del momento está en no dejarse arrastrar por la coyuntura ni ceder a la lógica del algoritmo, sino construir una narrativa propia basada en hechos, en el propósito genuino de la organización y en un diálogo constante con todos los grupos de interés.